Fecha: 27 de septiembre de 2025
Un nuevo informe de 
Amnistía Internacional volvió a encender las alarmas sobre la política de seguridad en Ecuador. Bajo el título 
“It was the military. I saw them / Son militares, yo los vi”, la organización documenta 
casos de desaparición forzada presuntamente cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas en el contexto de la 
militarización de la seguridad pública y de la declaración de un 
“conflicto armado interno” desde 2024. Las conclusiones apuntan a 
patrones: detenciones sin orden judicial, incomunicación prolongada, negativa de información a las familias y obstáculos para la investigación, lo que —según AI— configura la 
sustracción de personas de la protección de la ley y, por tanto, desapariciones forzadas. 
El informe se inscribe en la arquitectura del llamado 
“Plan Fénix”, estrategia que ha recurrido a 
Estados de Excepción sucesivos y ampliación de tareas militares en ámbitos tradicionalmente policiales. AI sostiene que la militarización 
no ha logrado reducir de forma sostenible la violencia y, en cambio, 
ha abierto la puerta a abusos y a un clima de impunidad si no hay controles civiles, protocolos claros de detención y registros accesibles. 
Ana Piquer, directora para las Américas de AI, advirtió que las 
desapariciones no pueden ser el costo de enfrentar al crimen organizado y pidió 
corregir el rumbo y cooperar plenamente con las investigaciones.
Aunque el Gobierno ha defendido la necesidad de respuestas extraordinarias ante mafias con alto poder de fuego, la controversia crece por la conexión entre la militarización y otros estallidos de violencia. En la última semana, Ecuador atravesó un motín carcelario en Machala —con 14 muertos y 14 heridos, un guardia asesinado y agentes tomados como rehenes— y la explosión de un coche bomba frente a la cárcel Regional de Guayaquil (sin víctimas), hechos que reflejan la capacidad operativa de organizaciones criminales pese a las medidas excepcionales.
 
Para 
familiares de desaparecidos, el principal calvario es la 
búsqueda de información. AI describe casos donde los allegados recorren 
cuarteles, UPC y hospitales sin hallarlos en registros oficiales, mientras funcionarios se remiten a 
“operativos en marcha” como explicación para no brindar datos. En términos jurídicos, esa 
negación agrava la tipificación: en la desaparición forzada la clave no es solo la privación de libertad, sino también 
el ocultamiento del paradero y la 
negativa a reconocer la detención. AI pide que 
todas las aprehensiones realizadas por militares queden 
registradas y verificables en sistemas accesibles al Ministerio Público y a la Defensoría. 
¿Por qué preocupa tanto? Primero, porque las desapariciones forzadas son 
crímenes de derecho internacional que pueden ser 
imprescriptibles y 
perseguidos incluso fuera del país. Segundo, porque 
erosionan la confianza de la ciudadanía en el Estado y alimentan un 
ciclo de miedo que dificulta la cooperación con las autoridades. Tercero, porque 
desdibujan la línea entre defensa y seguridad interna, con riesgos de 
jurisdicción militar sobre hechos que deben investigarse en 
justicia ordinaria. Organizaciones como 
Freedom House también han advertido que la 
lucha contra el crimen transnacional no debe 
socavar derechos ni vaciar los controles democráticos. 
 ¿Qué debería ocurrir ahora? AI plantea pasos concretos: 1) Instrucciones públicas y vinculantes para que ningún militar realice detenciones sin presencia y registro policial, 2) Listas actualizadas y accesibles de personas detenidas y lugares de custodia, 3) Fiscalías especializadas que investiguen con independencia y protocolos forenses para búsqueda inmediata, 4) Protección a denunciantes y familiares, y 5) Capacitación en estándares de uso de la fuerza y prevención de desapariciones. A nivel político, el Ejecutivo debería rendir cuentas periódicas sobre resultados, ajustar la estrategia donde haya evidencia de abusos, y involucrar al Legislativo y a la sociedad civil en la supervisión.
En paralelo, el Gobierno enfrenta el reto de 
neutralizar el poder criminal que opera dentro y fuera de las prisiones. Los episodios de 
Machala y el 
coche bomba en Guayaquil muestran que, además de 
operativos, se requiere 
inteligencia penitenciaria, 
bloqueo real de comunicaciones y 
controles anticorrupción para impedir el reingreso de armas y explosivos. La discusión de fondo es 
cómo reequilibrar la estrategia: 
más policía profesional y judicialización efectiva, 
menos lógica militar en roles de orden público, sin renunciar a 
capacidades tácticas cuando sean estrictamente necesarias y bajo 
control civil.
Conclusión. La denuncia de AI coloca un 
espejo incómodo a la política de seguridad: 
sí hay una amenaza real del crimen organizado, pero 
sin Estado de Derecho no habrá paz sostenible. El dilema no es seguridad 
o derechos; es 
seguridad con derechos. La respuesta institucional —investigar, sancionar y corregir— definirá si Ecuador puede 
enfrentar a las mafias sin 
convertir la excepción en regla.